A lo largo de la vida portamos muchas máscaras. No somos uno mismo, sino el cómo nos movemos y con quiénes lo hacemos entre los tránsitos encontrados de la existencia. Quiénes somos en las risas compartidas con los amigos, en las horas pétreas de la jornada laboral, cuando escuchamos las conversaciones de los abuelos, y cuando encontramos nuestro propio rostro frente al espejo. En ese conjunto formamos la unidad: somos todo eso al mismo tiempo.
No obstante, hay un factor determinante que dificulta el abanico de nuestra personalidad, y que lo ensombrece con las razones del miedo. Un obstáculo constante en nuestro camino: el ser. Ser quienes somos, compartir lo que nos gusta, hablar de quienes amamos, puede resultar un peligro en esos infinitos ámbitos en los que fluimos por la vida. Nuestras preferencias sexuales, nuestra identidad de género, nos marcan de un modo del que a veces no deseamos, y que en vez de darnos la libertad de un pájaro en vuelo, nos encadena a la tierra como un lastre.
Todo esto se reduce a una realidad contra la que debemos luchar a diario: no sólo se sale del clóset una sola vez, sino infinitas ocasiones a lo largo de la vida. La primera: la más difícil, la más marcada por el miedo, y que ni siquiera debería ser un episodio en nuestra historia, sino una naturalidad más de las cosas de este mundo, como lo es la heterosexualidad. No obstante, la realidad es otra, y por ser como somos y hacer lo que nos gusta son necesarios muchos años de silencio, décadas de miedo, de mordazas superpuestas en el corazón y juventudes irrecuperables. Una sola vez no basta: se sale del clóset con la familia, pero también con los distintos círculos de amigos, en los lugares menos pensados, y otras tantas veces a lo largo de la vida.
"Tienes que salir del clóset varias veces delante de las mismas personas", afirma la escritora Emma Bosley-Smith, que escribió un libro al respecto en el que se explica cómo, psicológicamente, las personas LGBT+ padecen de estas batallas diarias. Siempre habrá miedo, aunque el mundo esté cambiando, aunque la situación sea distinta que hace muchos años, aunque las nuevas generaciones ya no temen como lo hicieron los que lucharon por ellos.
El miedo de que los que crees que te quieren cambien contigo. Que el amor que creías incuestionable de pronto tendrá un talante dubitativo. Que el amigo que antes te abrazaba ahora pensará si esa muestra de afecto lo pondrá de pronto en una posición incómoda. Que la libertad de ser uno mismo también representa un retroceso a las sombras; qué dirán los abuelos, que dirán en el trabajo, qué pueden hacerme si me ven tomado de la mano en la calle con alguien de mi mismo sexo, que dirán los familiares de mis amigos, es prudente ir vestido de este modo, a esta hora de la noche. Si por ese beso dado en público ya no regresaré de nuevo a casa con mis padres.
El peso de lo que no hablamos, de ocultar la identidad, el costal de piedras del silencio. Eso es lo que nos falta comprender, muchas veces. La vida diaria no se vive: hay que sobrevivirla. Hay que sortearla, esquivarla en su sevicia, en su lento morir que es lo cotidiano. Y esto se logra por medio de redes de apoyo, de las familias que nosotros mismos formamos, con el amor de los amigos y de las madres y padres que dan la mano, de la familia que no juzga, sino que abraza. De la familia más allá de la sangre, de la que se construye por medio de las coincidencias en el existir.
La vida supura odio, es un mundo de odio. Un mundo donde la libertad creciente equivale a la represión más rancia, con leyes medievales en los países que se jactan de ser los más ilustrados. No hay otra casa ni más espacio seguro que el amor, que el amor que damos, que el amor que somos, y el que recibimos. No hay otro hogar más que nosotros, sólo nos tenemos a nosotros.